lunes, 11 de junio de 2007

"Portuaria", de Aurora Luque, por José Andújar Almansa


LAS GRECIAS INVITADAS
(Sobre la poesía de Aurora Luque)José Andújar Almansa


Un puerto como símbolo aproximado del mundo. Una playa repleta de parasoles de colores y una avioneta blanca que sobrevuela la costa anunciando el verano. Un barco que zarpa rumbo a Lesbos, rumbo a Hydra o la isla de Kirrin, archipiélagos y bahías desconocidas cuya ruta el deseo o la memoria han marcado en un mapa. La cartografía de los sueños. Un aviso de correos remitiendo, inesperada, la caja de Pandora. Unos versos que vislumbran los otoños de Keats, las quimeras del poeta. Mesas de juego y sombríos tableros barajando nuestros destinos en casinos de niebla junto al mar. Una dirección de internet que conduce secreta hasta el oscuro país del Hades. Y la muerte finalmente, la muerte con su capa y su calavera de teatro, la muerte al otro lado de la cámara, aguardando el final de la representación, superpuesta a nuestra propia imagen en los espejos, haciendo inútil el hilo de Ariadna de las palabras, su designio de nombrar la vida, de habitar el mundo en el laberinto de sus calles.
Son éstos algunos de los escenarios, algunos de los símbolos que condensan el mundo poético de Aurora Luque. Un mundo donde el mar y la noche, como metáforas de plenitud, cifran las claves de un culturalismo lúcido y vitalista, y cuyo desarrollo nos sitúa ante la conciencia de una doble pérdida originaria: la de una ensoñada edad de oro, identificable, más que con la geografía de la antigüedad clásica o la geografía del mito -aunque a veces así lo parezca-, con una mitología personal; y, por otro lado, el desgarro que supone asumir la propia extinción del deseo, los descensos vitales frente a la desgastadora mirada del tiempo. La historia y la temporalidad: esos amenazadores Leteos contra los que se alzan las palabras, los cuerpos, las noches y los días con su carga subversiva de belleza y encendido erotismo en la poesía de Aurora Luque.
Creo que, aunque de manera muy sucinta, queda así esbozado el argumento principal de esta obra, sobre todo por lo que hace a sus libros últimos y más valiosos, Carpe noctem (1994) y Transitoria (1998). Su vitalismo reflexivo y mediterráneo, así como la original trasposición de un imaginario clasicista vinculado al mundo de la Grecia antigua y sus mitos, en un ámbito de experiencia urbana y postmoderna, serían sin duda los rasgos que más tempranamente llamarían la atención sobre la autora y contribuirían a singularizarla dentro del panorama lírico de la última década.
Vida y cultura constituyen, por tanto, los referentes obligados a la hora de interpretar la poesía de Aurora Luque, pero teniendo siempre en cuenta que se trata de términos perfectamente ensamblados y a menudo premeditadamente confundidos en su mundo literario. Ese culturalismo, no como recreación histórica o arqueológica, sino como portavoz en su caso de una reelaboración muy personal de las diversas tradiciones, será el substrato sobre el que se asiente el edificio verbal e imaginativo de sus poemas, su eficacia para acuñar efigies y representaciones con una significación contemporánea, para establecer diálogos permanentes entre la cultura y la vida capaces de expresar la experiencia del sujeto mediante el rasgo universalizador del argumento artístico o mítico.En 1794 Friedrich Schlegel afirmaba en carta a su hermano August Wilhelm: «El problema de nuestra poesía me parece ser el de la unificación de lo esencialmente-moderno con lo esencialmente-antiguo». Y en parecidos términos vendría a manifestarse Winckelmann al sostener que el único camino de grandeza que le quedaba a la modernidad pasaba necesariamente por la imitación de los antiguos. No estoy seguro de que sea ésta la única dirección posible para nuestra postmodernidad, que ha aprendido, por otra parte, a zafarse de cualquier complejo vanguardista respecto a lo clásico. Lo que si parece plausible admitir es que el terreno trillado de la tradición resulte a veces el más fructífero, si con talento uno sabe apropiarse en beneficio propio de esa zona de paso y servidumbre que supone toda tradición.
En la poesía de Aurora Luque se produce un diálogo constante con la tradición, un diálogo que nos introduce de lleno en la postmodernidad. Porque la idea de progreso ilimitado -y en este caso hablo de progreso artístico o de las ideas- empezó ya a ser negada desde la propia modernidad, o al menos desde algunas de sus vertientes más críticas y fecundas. Esa tradición en el caso de Aurora Luque es plural: se refiere, con mayor fundamento, a las tradiciones clásica y romántica, tan significativamente presentes en su obra. Pero intentando además que, en el transcurso del diálogo mantenido con aquéllas, las repeticiones y novedades jueguen siempre a favor de los tonos de la emoción y la imaginación. Que el hallazgo expresivo o la sorpresa verbal intervengan para modificar el horizonte de expectativas de los tópicos literarios. El resultado es un ejercicio planteado siempre con brillantez e inteligencia por parte de la autora, según se advierte, por ejemplo, en el tratamiento de un tema como el carpe diem. No es sólo que prefiera denominarlo carpe noctem, sino que convierte los consejos de Horacio o Ausonio en el aviso comercial grabado sobre el omóplato de un cuerpo deseable: «FRUTA PERECEDERA. Consumir / de preferencia ahora». Se trata de huir de las metáforas trilladas igual que de los bañadores viejos, como se recomienda en otro lugar. En ocasiones será el recurso a la intertextualidad (tan representativo del arte postmoderno) el procedimiento elegido para desplegar toda esa ingeniería de galerías y pasadizos cómplices con el pasado literario. Si Anacreonte escribe «Con riñas y locuras juega a los dados Eros», la autora sitúa aquella partida en un «Casino junto al mar», donde «el amor es un juego / de azar del universo». Pero las referencias no apuntan únicamente a los clásicos. En un título como «Al asomarse por vez primera al Keats de Oliván» está detrás el propio Keats y su célebre soneto «Al leer por vez primera el Homero de Chapman». Igual ocurre con «Desolación de la sirena», que nos recuerda a la desolada Quimera cernudiana. En el poema «Epitafio» no sólo resuenan los ecos de la Antología Palatina, también los versos aludidos de Gil de Biedma o Juan Luis Panero. Y así otros tantos ejemplos en que nos podríamos detener, y en los que las visitas al Parnaso de los contemporáneos (Marzal, Mestre) alternan con el homenaje a los maestros ya lejanos (Bécquer, Cavafis, Yourcenar).
He señalado hace un momento el hecho de que Aurora Luque haga una recreación sobre todo de las tradiciones clásica y romántica. En realidad lo correcto sería decir que realiza una lectura de lo clásico desde la visión impuesta a partir del romanticismo por la modernidad. Hablo de esa tradición de románticos clasicistas como Schlegel, pero sobre todo de Hölderlin, Leopardi o Keats y del significado que tiene el regreso de estos autores al mundo antiguo, de su intento por fundamentar una visión distinta de la vida que supone un rechazo de la moral cristiana y burguesa. Se trata de una decisión más vital que estética, por lo que ese buscado refugio entre el prestigio de las ruinas clásicas se traduce en realidad en la evocación de una ética del existir que representa apostar por la plenitud, que se cobija en la intensidad pese a la desolada aceptación de los límites, sin falsas ilusiones o engaños, pero también sin negaciones ni renuncias. El hilo de esa tradición lo recogería en la poesía española el Cernuda de los años 30, un Cernuda que lee y traduce a Hölderlin por las mismas fechas que compone los poemas de Invocaciones a las gracias del mundo. La presencia del poeta sevillano y del romántico alemán resultará significativa en el primer libro de Aurora Luque, Hiperiónida (1982), y no sólo por las resonancias del título, sino por composiciones como «Tempo» o «Plegaria» -incluidas en la sección final de esta antología- que nos introducen en esa idea del «acorde» cernudiano como apreciación cualitativa de la temporalidad, como resorte de lo absoluto, cuya puerta de ingreso franquean el erotismo o la poesía.
De nuevo la referencia culturalista como propuesta de implicaciones vitales, de nuevo la apuesta por la intensidad frente a la helada bandera que el tiempo o la muerte despliegan. Se trata de una postura que se repetirá en libros posteriores de la autora, según pone de manifiesto la simbólica geografía de muchos de sus poemas. Me refiero a la evocación de esos puertos o ciudades del sur como emblema del deseo, a la presencia siempre vivificadora de Grecia, no como referente exótico o escapista, sino como búsqueda o reencuentro que, al igual que observó Antoni Marí a propósito de los románticos alemanes en su ensayo "El espíritu clásico y el retorno al Mediterráneo", adquiere tintes de una nostalgia más ontológica que cultural.
En cualquier caso la Grecia de Aurora Luque es, como todas las grecias desde el romanticismo, una Grecia inventada, un tema que se atiene más al espíritu que a la letra. Pero mientras que autores como Hölderlin o Keats persisten en la idea de vivir una época desprovista de grandeza, que los precipitará a la búsqueda de ensoñadas arcadias, en Aurora Luque el interés por lo griego deriva hacia una poetización del carpe diem -o carpe noctem- como reflexión más ensimismada en la temporalidad. En esa mirada dirigida hacia el pasado con la inquietud por las fugacidades del presente, en esa voluntad por convertir en monedas de uso el material de los viejos mitos -sus aleaciones de significado, sus acuñaciones de actualidad- advertimos la cercanía de un mundo cuya presencia parece concebirse como una suerte de continuum. Un argumento así sugiere la posibilidad de que haya sido la Antigüedad la que se ha apropiado del presente y no al contrario, como nos plantea la autora, citando unas palabras de Bárbara Cassin, en el prólogo a una reciente traducción suya de poesía erótica griega, Los dados de Eros (2000). Lo leemos asimismo en diversos lugares de Carpe noctem: «No hay mito que consienta / pasos desesperados hacia atrás», o bien: «Qué reducida historia. Todos los corredores / conducen a las mismas estancias familiares». Pienso, por último, en la cita de Stephen Hawking que encabeza el poema «Cono de luz futuro»: «Cuando miramos el universo lo vemos tal y como fue en el pasado». Por eso no debe sorprendernos el modo en que se produce esa reubicación y flexibilización de lo mítico en la poesía de Aurora Luque. Es posible cruzarnos con los pasos de Ate en cualquier aeropuerto, con algún Ícaro descendido en cualquier bahía o carretera próxima, porque la verdad del mito sigue viva bajo rostros distintos. Bajo el nombre entre otros ¿por qué no? de Gregory Peck o Ingrid Bergmann si viene a cuento en estos versos. Se trata de una cuestión que tiene más que ver con la sintaxis del mito que con su semántica culturalista, que se despreocupa de toda referencia histórica o legendaria, de su saldo de monedas de plomo, para mostrarnos el escenario del mito después de los mitos. Un escenario en el que lo que cuenta es esa sintaxis de la significatividad, un modo de infundir sentido a nuestra percepción del mundo, a nuestros actos y experiencias. No de construir decorados sino de imaginar diálogos, representaciones fértiles y respuestas posibles en medio de ese vacío de respuestas absolutas que resulta la modernidad. Por eso no cabe volver la mirada hacia atrás buscando la compañía consoladora de las estatuas o las ruinas, sino recobrar, ya lo he dicho, la sintaxis del mito, su capacidad de mediación entre un acontecimiento empírico y su significado trascendente como entiendo que sucede en esta poesía. El espacio que media con dicha posibilidad, la indeterminación y el óxido que lindan con la vida cotidiana configuran aquella distancia vital y culturalista que los poemas de Aurora Luque se afanan precisamente en salvar, en habitar a toda costa. Son los Problemas de doblaje que sugiere con acierto el título de su segundo libro, la dificultad de acompasar la insuficiencia de nuestro vivir, su guión irrelevante y mediocre a la toma perfecta del deseo, a su tránsito de imágenes, veladuras o sueños en primer plano. Es el deseo, pero son también las tomas falsas de la vida.
Esta escisión es a su vez la del lenguaje, la de la enfermedad mortal de las palabras que la palabra poética intenta restaurar, como leemos en el texto «Desolación de la sirena». Al incidir en la distancia que media entre el canto evocador de las mitológicas sirenas y el «eco atroz de alarma y el ruido de muerte» que nos asalta en medio de la calle de cualquier ciudad contemporánea, reconocemos esa vaga sensación de exilio, de nostalgia que parece tomar cuerpo en algunas de las mejores composiciones de su autora. Una nostalgia, y pienso ahora en el poema «Gel», que no es simple añoranza de lo griego, ni de aquel otro mar de espuma que recuerda el esperma del mito, el nacimiento de una diosa o la punzada del deseo, sino que sobre todo deviene en pesadumbre debido a esa carencia de significación que reviste nuestro heideggeriano ser-en-el-mundo, testimonio de la imposibilidad de hacer frente a la necesidad que tienen los hombres, como asegura Hölderlin, de formarse una imagen de su propio destino.
Creo que la poesía de Aurora Luque es también el testimonio de esa insuficiencia, de esa distancia que media entre los resultados de la realidad y las expectativas del deseo. El lector de un poema como «Manual del farero» advierte pronto que cualquier «sur» resulta un espejismo, que no existen ensenadas plácidas ni paraísos consoladores. Pero ese mismo lector puede detenerse también en el conciso texto «Hybris», que abre esta antología, y comprobar que lo dicho allí debe tomarse como certera declaración de principios: En la cima, la nada.
Pero todo se arriesga por la cima del amor o del arte. Esa hybris -culpa o pecado de los antiguos héroes de la tragedia ática- se traduce en el mundo poético de Aurora Luque como «inútil desmesura del deseo». La contradicción, la tensión de los extremos no conoce mejor forma de expresarse en ocasiones que en el oxímoron de dos adjetivos contrapuestos: «inútil / desmesura»; «luminosas / mortíferas piscinas»; «noche de amor perfecta / amargo / oscuro». Del mismo modo que en los momentos de mayor afirmación vital, casi siempre relacionados con la pulsión erótica y el deslumbramiento corporal, advertimos esa devastada conciencia de los límites. En la seda del cuerpo anida ya el gusano que ha de tejer su apolillada mortaja, en la gracia de los miembros fulgura la advertencia irrevocable de su misma fugacidad.
Quizá por todo esto el breve poema «Cosecha» se me manifieste como la más verosímil de las poéticas de su autora:

Recoge la cosecha de los días,
su cereal, su polen,
sus bayas inservibles, sus cortezas amargas,
su reseca raíz, sus vainas huecas,
su escasísima pulpa azucarada.
En las cuadradas cajas pon la fruta
selecta que le agrada a la memoria.

En esa voluntad por apurar la dicha en la cosecha de los días, por dar al olvido los inútiles desastres cotidianos, en esa apuesta por la plenitud, pese a las alas de cera que conducen a la plenitud, radica la verdad y la belleza de esta poesía.



(Prólogo de Portuaria; Antología 1982-2002, editada en el año 2002 por El Toro de Barro, en Tarancón de Cuenca, 2002 )

(Con motivo de la publicación de Portuaria por El Toro de Barro, los poetas y críticos literarios José Andújar Almansa y José Luís García Martín nos acercan a la obra literaria de Aurora Luque, algunos de cuyos poemas publicamos bajo el título de Seda roja del cielo en la boca).

1 comentario:

Francisco Ortiz dijo...

Esta mujer es mi prima, casualidades de la vida.