martes, 31 de julio de 2007

"El ángel roto", de Carmen Albert, por Luis María Anson





Luis María Anson
El ángel roto


Hay un urgente fuego por su lengua. Marea el olor del cuerpo que habita. Su mirada es una nube de terciopelo añil que alumbra la senda sedosa del estío. La espuma creció hasta tapar sus ojos mientras cae la lluvia en sus pupilas. Resueltos borbotones de agua rosa manan de la fuente de sus labios. Así describe Carmen Albert -otra vez el surrealismo, otra vez la descarga onírica- el amado, al Ángel roto, en un bello libro editado por El Toro de Barro, la colección que dirige Carlos Morales.
“Mi corazón puede tomar cualquier forma”, escribio Ben Arabí y ella, la que amaba al hombre tomó el corazón amante hecho camino hacia su pecho, y acurrucado. Cuando llega Leví, la amada escucha reír la llave de la casa y sabe que se abren las puertas del cielo. Se siente rendida de amoe. ¿Quién asusta palomas en mi vientre? se pregunta. Pero él, Leví, como todos, abandonó un día la piel de la enamorada inmóvil, y sus roces, para dejarla deshabitada. Buscó otros silen-
cios. Ella no quiso despertar los leones dormidos de sus manos y callaron en sus labios las amapolas marchitas. Es tan corto el amor y es tan largo el olvido. Cae la lluvia con espanto transparente porque la mujer ha salido del amor sin cuerpo y sin historia. En un poema impresionante, el XVII, cuando la poesía alcanza su máximo temblor lírico, la amada, en el delirio de las sombras oníricas, recuerda la lánguida brisa entre sus dientes, la noche profunda tras sus ojos, el dolor de penumbra en sus pupilas.
Leví es el portador del silencio y lo lleva apresado entre las manos. En las muñecas de ella aun galopan caballos desbocados. Su llanto es ya otro océano, sus ojos otra sal distinta y doloriente. Cierra la intensa llama de canela y rosa de sus labios porque sabe que nadie va a aceptar el mensaje de silencio del que es portador Leví entre los hombres.

Luis María Anson
De la Real Academia Española


(Canela fina aparecieda en el diario La Razón)


La fotografía es de Darren Holmes








lunes, 30 de julio de 2007

"Bozes en la shara", de Margalith Matitiahu, por Luis María Anson







Luis María Anson

Tu infinito está undido en mí


En el sótamo de la memoria selebramos fiestas de amor. En las llanuras se asendió un fuego loko. Las palombas fiestavan en la plasa. Pero el pásharo boló de la palma de Margalit Matitiahu, la poetisa sefardí que ha escrito en judeo-español, en ese milagro histórico ladino, bellos poemas de amor, Bozes en la Shara, voces en el bosque misterioso. ¿Ónde podere yevar el pezgor de mi alma?, se pregunta atónita y deshabitada Margalit.
El día nase de la tiniebla, "sos fuego sin fin", dice el amado, "asiendes en mí los sielos". Y ella, la que amaba con un amor que nasió de la respiración, constesta: "tu infinito está undido en mí". Y desde la carne estremecida, la piel en ignición, grita al amado: "despertas una dulse tempestá"
En el selensio, en el dio de la natura ke reyna, en su pelo kemado, la amada se entrega: "metal deritido son tus manos en mi alma, en mis estranias van karas errantes". Los kabellos ondulados del amado enrolaron sus dedos. "En tus ojos –le dice- se asembró el sol, se inflamó mi kuero". La piel estremecida se despierta en el selensio. La amada teje filos de palabras finas y se entristece como una mujer vestido de preto. "Tu existencia –escribe- desperta en mí la tempestá cubierta, vas descubriendo mi sonriza, eskondida en los sótamos de mi puerpo".

Desgarrado el lector por la profunda emoción de estos poemas sefardíes, por este lenguaje español, al que rindo homenaje, hoy, al inaugurarse en Valladolid el II Congreso Internacional de la Lengua, lenguaje conservado en amor durante cinco siglos, se queda mudo y tal vez –atónito ante tanta belleza. De repente el pásharo en la rama del árvole kanta un kante de cristal.

Luis María Anson
de la Real Academia Española




("Canela Fina" publicada en el Diario La Razón)

La fotografía es de Janusz Miller















El Brocal de Sémele, por Luis María Anson


Luis María Anson

Un vientre sembrado de jinetes


Zeus se enamoro de Sémele, la de los pechos caídos hacia arriba, hija de Cadmo, rey de Tebas, y Armonía. El fruto de aquel amor fugaz fue Dionisos, el Baco romano inventor de la savia de los árboles y del licor que mana de los racimos. Hera, esposa encornamentada de Zeus, montó en cólera e incitó a Sémele a que viera al dios sobre su carro de ruedas de oro, en el apogeo de la gloria. La amante cayó fulminada por el rayo divino. Hermes se encargo de llevar al niño huérfano, Dionisos, con las ninfas de Nisa.
Amparo Ruiz Luján se ha metido en el cuerpo de la princesa enamorada para escribir El brocal de Sémele, editado por El Toro de barro, colección dirigida por Carlos Morales. Sus poemas arden de pasión y melancolía. Es la carne que tienta con sus frescos racimos, cercana siempre la tumba de Rubén que aguarda con sus fúnebres ramos. Las ingles de la amada son tapias de ceniza cuando siente el vértigo del dios que la desnuda. La música esta escrita entre la miel de sus piernas. En el abrazo pleno delira su secreto. A la busca del éxtasis perdido la amante sabe que Neruda tiene razón, que es muy corto el amor, tan largo el olvido. En la tarde sagrada de fugas vigorosas ella ama lo incomprensible, lame los pies heridos del amado, y sus gemidos, y se adentra en el laberinto de los besos y las bocas. Se descarna, por fin, la amada en éxtasis, mientras iza las palabras y quejidos, con el miedo ancestral en el “vientre sembrado de jinetes”, en el desvelo de sus muslos esclavos “Me duele el cuerpo de ti”.
La certeza de la muerte, el oscuro brocal del pozo, zarandea a Sémele. Se adormece su cuerpo en la tierra sin límites. La ausencia nerudiana del amado lo impregna todo frente a los escombros del mundo “Me queda poco tiempo”, se lamenta Sémele, “Cuando llega la muerte desato mi pelo para que me posea”. Tiene lobos en el vientre. Las manos muertas todavía se tienden hacia el amado inmóvil. “Al consumir el ultimo respiro te arrebaté el alma y puedo al fin morir”. Hermoso libro este de Amparo Ruiz Luján. El lector se queda conmocionado junto a la cripta sagrada donde yace su cuerpo.



("Canela fina" editada por el Diario LA RAZÓN")


(La imagen es de Von Stuck)


sábado, 28 de julio de 2007

El libro del Santo Lapicero, de Carlos Morales, por Luis María Anson





Luis María Anson

Los versos cabríos de Carlos Morales


El alma del poeta está lista para adentrarse en la noche. Nadie escucha las palabras deshabitadas. La poesía para Carlos Morales –melancólico, profundo, El libro del Santo Lapicero- no es sino la muerte, o no es. En el alma desnuda de la desolación, sus versos cabríos, escritos con el lapicero de las cosas humildes, aguardan al pie de las escalas en la noche oscura sin oír el augurio de los pájaros.
Pero ella, la que le amaba, se murió en primavera. El poeta recuerda igual que Neruda sus ojos de paloma en desvelo. Grita el dolor como gritan las rosas, y las cicatrices con alma a la puerta llamando. Los ojos húmedos de la amada en sus ojos se cuelgan pero ella no se asomará ya a la ventana de la calle ancha. Allí donde empieza una vida nueva sin amor, es todo silencio. Fuego toco y boca, dice el poeta ante la mujer dormida, cabe la amada muerta, «extraña luz con que acaba la vida», manantial de voz que corre, y no sabe qué hacer con el rumor de las rosas, con el tigre despierto oculto en los juncales, con el fuego en la lengua y ese ejército de negros rasgando las costillas de la noche. Los amantes son sacerdotes desnudos que se lanzan manzanas en los versos de Carlos Morales. Le agobia al escritor la vida tan muerta. Y se acuerda del secreto oscuro de la blusa, allí donde las frutas eran frescas, de oro eran sus labios de calor antiguo. «Saber que amo y no saber qué amo», escribe el poeta para retomar la imagen albriciada: «unas ingles celestes con vino dentro aguardan», como en los amores del profesor suicida y Silvestre, la adolescente de Román Piña, la de los muslos bautizados y el vientre de seda, con la miel de su trenza atrapada por los últimos dedos de la tarde. También Carlos Morales se ha dado cuenta de que en el carcaj de plata hay una flecha menos. La amada inmóvil, la amada muerta, le conduce a la devastación. Ya nunca nadie abrirá las cancelas…




Luis María Anson
De la Real Academia Española


(“Canela fina” publicada el 3 de noviembre de 2001 en el Diario LA RAZÓN)




La fotografía es de Luis Vence


martes, 24 de julio de 2007

"El Cantar de los Cantares" de Carlos Morales, por Luís María Anson

David Honl

Carlos Morales
y
«El Cantar de los Cantares»

Luis María Anson


La novia, hermosa como las tiendas de Quedar, dulce y encantadora como Jerusalén, terrible como un ejército en orden de batalla, enferma de amor, de amor muriendo, le dice al novio: «invítame a tu alcoba, disfrútame y gocemos, y déjame que alabe el vino de tu amor, al hombre entre los hombres más amado».
El novio quiere escuchar la dulzura de la voz deshabitada y probar el azúcar del talle de la amada, y la seda caliente. Por eso le habla de sus ojos que son palomas que emergen de su velo; de la cinta escarlata de sus labios; y de sus pechos «como crías mellizas de gacela que saltan hacia mí, paciendo entre azucenas por los valles». Le habla el novio, en fin, de su boca que «destila miel virgen sobre mí, la leche y la miel que ocultas debajo de la lengua…» Y aspira entre jadeos sus aromas de canela fina.
La novia, enferma de amor, se extasía: «Por el hueco de la cerradura mi amado su mano entró y mis entrañas temblaron». Dice que los ojos de su enamorado son «palomas en la orilla del río», manaderos de mirra son sus labios, y sus piernas «columnas de alabastro creciendo hacia lo alto sobre basas doradas».
El novio, erecto el deseo sobre los carros de Aminadab, se complace en las caderas de la amada, en su ombligo rebosante de vinos aromados y en su vientre, montón de trigo encinto de azucenas. Vuelve a cantar las «gacelas mellizas de sus pechos», las aguas desbordadas de sus ojos y su rostro que flota en el aire como el Monte Carmelo. Prueba el novio el vino generoso del paladar manante de la amada, enlaza su talle flexible como una palmera y asciende tembloroso hacia los racimos de uvas de sus pechos.
La novia invita al amado a beber «del licor de mi granada». Su pasión es insaciable hasta la devastación, «saetas de fuego son sus flechas, llamaradas de Yahvé». Ni los ríos podrán anegar el fuego de su amor pues «mis pechos son las torres, y yo una muralla que a mi amado protege en su refugio».
Bellos, bellísimos versos de El cantar de los Cantares los que ha escrito Carlos Morales en su versión de El Toro de Barro. De ese poema asombroso deriva casi entero San Juan de la Cruz. Desde la versión de Fray Luís en 1561, los amores de Salomón y la Sulamita han conocido cien traducciones y adaptaciones desde la puramente erótica al símbolo alegórico de Cristo y la Iglesia. Entre tanta agitación política, en fin, como nos sacude estos días, reconforta detenerse a leer estos versos admirables de Carlos Morales, que ha convertido en actualidad periodística El Cantar de los Cantares.




Luís María Anson
de la Real Academia Española



(«Canela fina» publicada en el Diario LA RAZÓN el 5 de junio de 2003)