miércoles, 11 de abril de 2012

"Los días rotos", de Juan Ramón Mansilla, por Sabas Martín





Los días rotos 
de Juan Ramón Mansilla

Por Sabas Martín






Sabas Martín
No es habitual en un primer libro de poemas, como es el caso de Los Días Rotos, de Juan Ramón Mansilla, hallar tal rigor conceptual ni tan intenso trabajo de lenguaje, capaz de mostrar reveladoramente una sugestiva y luminosa multiplicidad de registros. Nacido en Tribaldos, en 1964, Juan Ramón Mansilla suma su nombre a la nómina de poetas que ven su obra publicada en la mítica editorial El Toro de Barro, recuperada desde 1997 en una segunda etapa con la dirección de Carlos Morales, y bajo cuya advocación se configura una de las páginas más brillantes y esenciales de la memoria poética de nuestro país.
Poseedor de un discurso lírico que concilia con acierto y equilibrio tradición y vanguardia, emoción y reflexión, contención verbal y destellos metafóricos, en
Los Días Rotos Juan Ramón Mansilla propone un viaje expresivo que transcurre entre las fronteras recónditas de la interioridad, el horizonte abierto de escenarios cosmopolitas y la concreta geografía humana, canal y simbólica, que late en los nombres propios. Así, la simple experiencia cotidiana, las evocaciones de ciudades y los retratos de personajes y personas, son los más significativos ejes argumentales de Los Días Rotos. Pero no nos hallamos ante una poesía de proyección narrativa o narcisistamente biográfica, estériles desde sus propias limitaciones. Juan Ramón Mansilla carga de una intención superior los motivos de los que surgen sus poemas para desarrollar una honda y fundamental indagación sobre el sentido del ser ante el tiepo. Para ello recurre tanto a la palabra desnuda, escueta y descarnada de aditamentos, como a los ecos deslumbrantes de imágenes misteriosas e imprevisibles. El Siglo de Oro español y el esplendor surrealista, Kavafis y Cernuda, forman parte, bien asimilada, del bagaje formal y conceptual de Mansilla.


La vida vivida como sistema de conocimiento, la cultura como parte viva de esa misma vida, la Historia como legado y reflejo en que reconocer nuestro destino, nos conducen en
Los Días Rotos a un universo expresivo en el que se concitan la vulnerabilidad, el desvalimiento, la pérdida, la ajenidad y las carencias. Ese es el callado fuego que habita en la condición humana. En el que se consume y consuma. El empeño de Juan Ramón Mansilla es el de perpetuarse en las palabras con las que intenta comprender el secreto y perecedero fulgor de la existencia. En el empeño, su valiosa mirada poética es el espejo de nuestra propia y mortal incertdumbre.


Reseña leída en "Los libros en Radio 5"






(Biografía de Juan Ramón Mansilla; Antología poética; Comentarios y reseñas de su obra literaria; Títulos del autor editados por El Toro de Barro)








martes, 3 de abril de 2012

"La fiesta de los infiernos", de Juan José Delgado, por Cecilia Domínguez.




CRÓNICA DE UNA FIESTA
INQUIETANTE

Por Cecilia Domínguez



Si, como dijo Claudio Magris, “todo libro verdadero se mide con la demonicidad de la vida”, estamos aquí ante uno de ellos, pues La fiesta de los infiernos de Juan José Delgado no sólo se mide con el lado oscuro de la existencia sino que penetra en él, hasta el lugar donde se enquistan los deseos insatisfechos, los odios, la violencia, la impotencia del hombre. Atrapados desde las primeras líneas por el músculo buccinador de un grotesco gerifalte, comenzamos el descenso en una ciudad que se prepara para el Carnaval; fiesta de la trasgresión en la que las fronteras del “yo” se diluyen y la vida se transforma en un gran teatro sin tiempo del que todos somos obligados actores. Pero pronto nos damos cuenta de que no estamos ante una tregua al miedo cotidiano, a la opresión de lo establecido; ni ante una celebración gozosa de los sentidos que vive y tiene sus propia reglas. Bastan unas líneas para que nuestra mirada choque con un escenario carnavalesco de alambradas de espino y campos de concentración, ofrecidos al visitante como un atractivo más de la fiesta, mientras la música de Wagner nos traslada, inevitablemente, a la memoria del terror.
La ciudad se prepara. El manicomio de la colina abre sus puertas para que salgan algunos de los redimidos por su propia locura y formen parte del delirio colectivo. Todo se subvierte y lo absurdo ocupa el espacio de lo cotidiano. Nunca tan próximos Eros y Tánatos, razón e insania. Hemos entrado en un laberinto de espejos donde teseos, prisioneros de sus propias máscaras, no se reconocen y el engaño y el miedo se multiplican. Donde el humor de algunos momentos, lejos de servirnos de paliativo, aumenta aún más nuestra incertidumbre. Intuimos que no hay salvación posible, pero seguimos atrapados por el lenguaje denso, envolvente y sin concesiones con el que el autor ha sabido construir un mundo en el que sus personajes se debaten entre el deseo de acercarse a lo prohibido, poniéndose un disfraz tras el que ocultan lo que son, y la necesidad de afirmar su propia identidad. Un ámbito donde los distintos niveles de realidad terminan confundiéndose. Y llegan a lo esperpéntico que, en este caso, no es como en los esperpentos valleinclanescos, deformación de una realidad de la que se parte para huir de ella, sino irrealidad pura, que va incluso más allá de la que los personajes pretenden alcanzar. Es decir el esperpento de La fiesta de los infiernos no es una evasión de la realidad sino una inmersión profunda en ella.
Y todo esto con la elección acertada de un lenguaje en el que no faltan guiños literarios que van desde el jardín de Borges, en un “difícil sendero de sentidos que se bifurcan” (pp.13), donde los “invisibles átomos del aire” becquerianos “palpitan, se inflaman y se deshacen en rayos catódicos” (pp. 66) y “la destrucción o el amor” de Alexandre pone punto final al devorador deseo de Claramunda (pp. 135), hasta el propio autor, que se guiña a sí mismo en el esperanzado pensamiento del doctor Bencomo: "la tierra es madre antes que tumba”(pp. 10). Mitos, duplicidades engañosas, citas y refranes, tangos y coplas, se disfrazan y conjugan en esta fiesta de los infiernos para ofrecernos un mundo inquietante del que ya no podemos (o no queremos), mal que nos pese, salir. En este caos en el que se convierte la ciudad, se llega a un punto en el que la vida vale menos que esa partida de ajedrez que juega el incauto prisionero con el todopoderoso general. Partida que, de pronto, queda interrumpida, al igual que la suerte de todos los demás personajes, suspendidos al borde de lo incierto. Mientras, la “nave de los locos” zarpa del puerto sin un claro destino.
Al cerrar el libro son inevitables las preguntas. ¿Cómo acabará esa partida de ajedrez a vida o muerte? ¿Qué será de Proceloso-León que escapó colina arriba, y de Ofelia, doncella sacrificada al carnaval, o esa otra Ofelia-María, salvadora de laberintos? Tal vez todo sea una invitación del autor a un nuevo y atrayente dédalo de espejos donde volver a sentir el escalofrío de lo oscuro mientras intentamos “tomar la delantera al sol del alba”.

Yo, de antemano, la acepto.





El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca, 2002.
Colección “Narrativa”. ISBN: 84-95543-38-9
160 páginas.



Pedidos al correo electrónio edicioneseltorodebarro@yahoo.es







"El Cantar de los Cantares de Carlos Morales", por Edith Dahan



Carlos Morales y su esposa Irene Zamorano


El Cantar de los Cantares:
De Fray Luis de León a Carlos Morales


Edith Dahan

(2006)

    Para quienes hemos crecido en el contexto cultural de la lengua española, referirse al Cantar de los Cantares ha supuesto siempre recordar la traducción al castellano, en octavas, de fray Luis de León. El excepcional equilibrio logrado por el autor conquense entre, por un lado, la fidelidad lingüística al texto original, y, por otro, la particular traslación de los usos literarios semíticos a los de la lengua castellana de su época, ha convertido su visión del Cantar en una de las más influyentes de todos los tiempos. Las traducciones posteriores han sido, en gran medida, reformulaciones, más o menos afortunadas, de la suya: tanto en las que han perseverado en la dimensión religiosa del poema como en las que lo han visto como la expresión más viva del amor pagano, la voz de fray Luis –para bien y para mal– no ha dejado nunca de escucharse.
     Pues bien, este estado de cosas ha venido a ser quebrado por la “versión” del Cantar de los Cantares  realizada por el poeta y editor –también conquense– Carlos Morales, publicada en los Cuadernos del Mediterráneo y recogida, en segunda edición, por la editorial El Toro de Barro en el volumen antológico Treze (2003); una versión que –con toda razón– Luis María Anson ha calificado de “admirable” porque, entre otras muchas cosas, y como acertadamente ha dicho Varda Benari, en ella se escuchan menos los ecos de fray Luis que los de los antiguos poetas hebreos que lo compusieron.
     Un simple cotejo de algunos pasajes de ambas versiones nos sirve para advertir al alto grado de independencia con que Carlos Morales ha abordado su trabajo, sobre todo en su apuesta radical por el versolibrismo y en lo que concierne a la traslación al castellano moderno de las imágenes y metáforas del texto original, al que el poeta se ha acercado consultando numerosas traducciones o, en comandita con colegas hebreos, intentándola de propia mano. El resultado no ha sido un pastiche de variopintos expedientes literarios, sino un texto de gran coherencia interior elaborado con precisión en torno a la concepción del poema como un canto dramatizado de amor pagano en el que destaca su enorme musicalidad. 
     Su Cantar es, ante todo, una pieza musical que nos entra por el oído y nos encanta no sólo por muchas de las soluciones literarias adoptadas sino, sobre todo, por la armonía rítmica de su composición. Cabe decir en este sentido que, en contraposición a fray Luis, el conquense ha logrado -casi siempre, eso hay que decirlo- trasladar al castellano moderno como nunca se había hecho antes los ritmos básicos del versolibrismo hebreo con una fidelidad pareja a aquélla con lo que ha “atrapado” el sentido de su imaginismo. De ahí que  Varda. Benari haya afirmado que la suya “es una traducción mucho más veraz y fiel que muchas de las que se han hecho en la contemporaneidad del Cantar de los Cantares.
     No se trata de establecer prelacías entre las versiones, igualmente admirables, de Carlos Morales y de Fray Luis de León, sino de acercarse a las dos con la sana intención de gozar de los brillos que alcanza una misma emoción amorosa en manos de dos poetas auténticos que –parafraseando a José Luis García Martín– han logrado decir lo que otros dijeron antes como como si no existiera otra forma de decirlo. Dos versiones separadas por algo más de cuatro siglos de distancia que configuran –el tiempo lo dirá– los límites extremos, mejores y más definidos, de las dos grandes exégesis del gran poema bíblico: la judeocristiana, que lo entiende como la expresión de una relación de amor entre Dios y su pueblo, y la secular, que contempla el Cantar de los Cantares como el más hermoso poema de amor pagano de la historia. Y a ello invitamos al lector, con el convencimiento de que tienen el placer asegurado.









lunes, 2 de abril de 2012

La fiesta de los infiernos, por Víctor Álamo de la Rosa



NARRATIVA DEL ASOMBRO DE
JUAN JOSÉ DELGADO


Víctor Álamo de la Rosa


Hay una narrativa complacida por la que uno pasa de puntillas, sin llegar a oler sangres y dolores, alegrías y sabores, hecha de personajes y atmósferas como de cartón piedra, sin recovecos, huecos y ecos fructíferos y sugeridores, con ritmos y tramas que van planamente acabándose hasta llegar a ese punto y final que pareciera, en la lectura, haber estado ahí desde siempre. Se cierra el libro y empieza el olvido. Hay, sin embargo, otra narrativa que se envuelve sobre sí misma hasta lograr atrapar y mostrarse incalculable, polisémica y polifónica, rica en matices y sabores, tal la poesía o el buen vino, inaprehensible. A este tipo de narración, el más interesante sin duda al menos para quien suscribe, pertenece La fiesta de los infiernos, del escritor canario Juan José Delgado, novela recién editada por la editorial conquense El Toro de Barro.
No se entra en esta obra para salir de rositas, inmaculado, sino para llenarse de fantasmas. Uno entra en la lectura pensándose cuerdo y a las pocas páginas ya empieza a dudar, a sentir las imprecisiones y vaguedades que jamás separan realidad y ficción en las novelas acertadas. Como en el teatro, se ven los hilos que mueven a las marionetas, pero el espectáculo seduce, funciona, atrapa hasta reír o llorar, hasta hacer repetir al espectador –el lector– las mismas muecas del actor o del muñeco. Este teatro que despliega la novela tiene un escenario, la isla que no se nombra en el texto pero que podría reconocerse en la de Tenerife, y una obra que se representa, su conocido carnaval, carnestolenda que los febreros inunda con jolgorio obligado la isla toda. La novela empieza, arranca jubilosa, cuando las aristas de la realidad enmascarada por la fiesta se difuminan hasta confundir a políticos gobernantes, ejército, clero, muchedumbre y hasta incluso a los locos del manicomio. Para extraerle a la verdad su sustancia peligrosa lo mejor es el esperpento, y vale acordarnos de su inventor y frecuentador, el Valle-Inclán de Luces de Bohemia y Tirano Banderas, por poner dos sabios ejemplos. Juan José Delgado siguió la senda que allí avizoró para vislumbrar renovadas y alucinatorias posibilidades. Un mucho de prestidigitación literaria y ya los contornos, las líneas de lo que pensamos cerco real, tangible, verídico, se funden con las que quisimos imaginarias o apenas verosímiles. Sólo con este juego maestro el lector ya disfrutará sobremanera, naufragando una y otra vez en sus propias proyecciones, irremediablemente abandonado a su suerte en manos de un narrador potente que no desmaya, que no deja fisuras. Todo lo sentimos plausible, y se trasciende la parodia, la propia esperpentización del mundo, para causar asombro, novedad.




A este contexto se atan sueños habilidosamente, engendros simbólicos que asombrarán al lector con su irradiación, con su tiniebla sorprendente y su capacidad inusitada para la revelación. Los personajes, cada uno de ellos dotado de su particular misterio, tienen sueños, veremos si dormidos o despiertos, lo mismo dará. Se abren paso –digo– los personajes, con una luz misteriosa, con una carga de espesura trágica, como icebergs que sólo sugieren su verdadero completo volumen. Valgan, botón de muestra, sus nombres y las ondas significantes que por sí solos desprenden: Claramunda, Proceloso-León, María-Ofelia y así hasta configurar una lista amplia, coral de voces con enigma goloso. Como el pintor, Montesinos, empeñado en pintar a Dios.


Juan José Delgado
Mientras el carnaval aglomera, la isla sucumbe distraída en la fanfarria grotesca: ascienden al poder hordas nazis. Los locos, cual quijotes, distinguen mejor los hilos. La nave de los locos pudiera ser el barco de la esperanza, arca de Noé, lo que únicamente ponga mar azul entre tanto naufragio y tanta debacle, lo que aleje a unos cuantos de la hecatombe. Nada acaba de escapar a la confusión carnavalera, ni el amor, falso tras tantos afeites, o quizá cierto bajo muchas capas de apariencia. Todo espejea, todo rezuma ecos, nada es fiable.
Para dar enjundia a todo el clima que la novela de Juan José Delgado promete y cumple se precisa un lenguaje diferente, turbador, que diga y explique y explaye de otro modo. Mérito del escritor recuperar para el presente palabras que conocemos pero que en su sintaxis particular son otras, suenan de otra manera, vuelven renovadas al paladar del lector. El estilo, en fin, nos sobrecoge desprevenidos (vale hasta el neologismo curiosón, porque la muchacha puede moverse gretagarbosamente), pero sin caer en palabrería confundidora o fútil, sin olvidar nunca que las palabras en una novela se disponen para narrar, aunque, en ésta que nos ocupa, con además decididos y originales fulgores. Acertó el escritor
con esta música, esperemos lectores dispuestos al vértigo de la sinfonía.