domingo, 17 de junio de 2007

Domicilios, por Eduardo Moga


EL LENTO CAMINO DE LA DESPOSESIÓN.
por Eduardo Moga

Desde su primer poemario,
Narrado en bronce, publicado en 1982, hasta el sexto y por ahora último, Formas débiles, en 2004, José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960) ha trazado un camino poético que investiga en la constancia de la pérdida y el doloroso proceso de la desposesión. Así lo acredita la antología Domicilios, recientemente aparecida en El Toro de Barro. En Sortilegio (1983) —el primero de los libros representados—, el sentimiento de desamparo aparece tan sólo esbozado, y bajo la especie de desengaño amoroso. Un perceptible agitación erótica vivifica el poemario, a veces mediante la forma coherentemente agitada del calambur:

"ella le entrega más besos y másVeces que beso (…)
En las manos los besos las manosExtiendo el brazo y el abrazo…"

y otras al amparo de ciertos mitos, como el que, identificando a la mujer con la tierra, subraya la fecundidad de ambas: "¿Acaso nadie esta nocheextraña una tierra, una mujer?".
En este poemario plástico y cabrilleante, la dicción refleja la efervescencia sentimental, y no faltan la mezcla de registros e incluso las anomalías léxico-sintácticas:

"Para su tacto azalea
esa noche, versos con burbujas
y poquitos, para volverme loca
de tan cerca…".

Sin embargo, el deseo aparece entreverado de melancolía, un sentimiento que cre
cerá —diría que hasta la hipertrofia, si la poesía de Cilleruelo admitiese esa hipérbole; pero no la admite: todo en su poesía es contenido y cristalino— a lo largo de su obra posterior. También un sutil debate sobre la identidad se insinúa ya en estas páginas aurorales: "Al pasar no te identificas en el espejo del fondo", leemos en el poema Hotel Casa de Mar. Quizá como comprensible apoyatura de una voz todavía en formación, o como entusiasta reconocimiento de deudas, en Sortilegio abunda algo que Cilleruelo no ha dejado de cultivar en su poesía, aunque nunca de forma tan palmaria: la alusión metaliteraria, el juego ecoico: Canción triste de cabaret, Tango in honorem Jaime Gil de Biedma o Mester de hotelería son algunos de los títulos de sus poemas, el primero de los cuales, por cierto, se repite en una composición de Alfama: un hilván más en una obra trabada y progresiva.
En
Alfama (1987), el amor sigue presente, pero se ha vuelto callejero y amargo. Dos poemas dedicados al encuentro ocasional, acaso mercenario, Imagen de Ardhanari y Autorretrato con ojos innobles, acreditan esta vertiente negra de eros, y también otra de las características fundamentales de la poesía de José Ángel Cilleruelo: su naturaleza urbana. La Alfama es el barrio árabe de Lisboa, la urbe que, en este poemario, se erige en metáfora del conflicto vital: "Un hombre es la ciudad en la que vive", dice el primer verso del poema que da título al libro. Ambas, la fragmentación del ideal y la fragmentación del mundo, cifrada en el caos ciudadano, son rasgos definitorios de la modernidad. Y a ellas se suma la fragmentación del yo, un tercer pilar del espíritu contemporáneo. En Alfama, el debate identitario —y no en el sentido colectivo al que remite el adjetivo en nuestro país, sino en otro radicalmente individual— se manifiesta con delicadeza no exenta de intensidad. En el ya mencionado poema Alfama, constatamos la disolución del yo en los otros, o, mejor, la acuidad con que entregamos nuestro ser y nos invade el ser ajeno:

"Un hombre es la ciudad
en la que viven otros hombres
que conversan con sus palabras,
visten esos cuatro colores
y hasta pudieran ser él mismo".

Ese mismo flujo biunívoco asoma en Imagen de Ardhanari, cuyo verso duodécimo entremezcla calificativos referidos a los dos protagonistas del texto, como si sus propias conciencias se trenzaran:

"Una tarde se vino a mi mesa,
atractiva y cansado, solitario y perversa".

Otro poema, en fin, de este libro se titula Cuerpo de nadie, y sus versos albergan quehaceres de nadie, celos de nadie: la desaparición de la personalidad, pese a la actividad física, incluso pese al mandato de los sentidos. Como zombis circulan los personajes de esta pieza: como seres destruidos, aunque construyan incesantemente su biografía. La soledad acompaña esta descomposición, o inaprehensibilidad, del yo: cuando la conciencia repunta, avivada por algún estímulo fugaz, sólo se encuentra a sí misma, arenosa y pálida. Así reza el poema Epitafio, título de inequívocas connotaciones mortuorias:

"Hasta que una tarde se fue,
me dejó asomado a mí mismo
y tiritando. Fui a un retrete,
escribí un recado de soledad
que alguien contestó y después otro.
Si algo más ocurrió, lo he olvidado".

El poema El secreto, por su parte, se inicia con el siguiente dístico, que se repite luego, a modo de estribillo:

"Has entrado en la noche
por el costado de la soledad".

Pese a este ahondamiento en el sentimiento de ruptura y abandono, la dicción de
Alfama se tranquiliza. Las palabras ya no espumean, como en Sortilegio, sino que buscan su más ceñida vibración. Predominan las formas breves y aparentemente sencillas, amparadas en la tradición, y, a menudo, escandidas. En casi todos los poemarios de José Ángel Cilleruelo encontramos sonetos, por ejemplo, u otras formas estróficas de presencia acreditada en nuestra historia literaria, como romancillos o madrigales. Y todos albergan versos concisos, minuciosos, espinozianos a fuer de pulidos, como las lentes de Baruch; versos que condicen con esta poesía atenta a los detalles, a las cosas pequeñas, que rehúye lo estentóreo y abisal, pero que se adentra en los abismos cotidianos, en las oscuras anfractuosidades de la conciencia. Los poemas de Cilleruelo son fogonazos mesurados, compuestos de minúsculas acciones que entretejen un instante de ebriedad vital, de rendición al amor —o a lo que queda de él— o al sufrimiento —que crece, invencible, en nuestro interior—. Poca discursividad hay, pues, en las composiciones de Alfama y, en general, en la obra del poeta: sus poemas son instantáneos, lívidos estallidos del momento, chispazos de congoja o reflexión. Quizá por eso predominen las imágenes transeúntes, y los versos parezcan, con frecuencia, la cincelación de un vistazo, y menudeen los motivos del mirar y del ojo. En Maleza leeremos: "Todo está en su lugar menos mis ojos"; y también: "Nace en tus ojos y nace en mis ojos". En Salobre, uno de los "madrigales de la lactancia" acaba así:
"tus ojos analíticos, curiosos,sólo la luz comprenden".
Maleza (1995) es el poemario más representado en Domicilios, con 20 poemas, y su autor explicita las razones en su nota epilogal: porque no es fácil encontrarlo en librerías y porque es el libro del que se siente más satisfecho. La generosidad de la muestra nos permite constatar cómo José Ángel Cilleruelo profundiza en las líneas, tanto formales como temáticas, que vienen dibujándose desde sus primeros poemas. El volumen se presenta, de nuevo, bajo la advocación de la ciudad, como demuestra la cita de Rui Cinatti que lo precede: "A minha cidade / é modo de ver". El contenido del dístico es revelador, asimismo, del imperio de la mirada, y de la elaboración de una subjetividad uncida a ese escrutinio múltiple y desconcertado. No sólo en el lema de Cinatti se contiene el empuje urbano del poemario, sino en su propia urdimbre textual: los versos de Maleza están llenos de casas, de calles y de balcones. Sin embargo, la característica más determinante del libro es su insistencia en el relato de la ruina y la desolación; un naufragio en el que el poeta cifra su pálpito existencial. El propio título del libro, Maleza, sugiere ya la idea de abandono, y muchos de sus poemas recrean la opresiva realidad del desmoronamiento, el apagarse paulatino del ser. Muy significativo resulta el titulado "Piezas ligeras (1)", que se construye con constantes alusiones a la soledad y que decrece, como un suave caligrama, hasta los dos versos finales, que identifican oquedad y yo:

"Una estación sin nadie en los andenes.
Un banco en la avenida y nadie cerca.
Un almacén abandonado,
El tope de una vía muerta,
Un autobús vacío,
Un jardín solitario,
Un tren sin luces,
La madrugada,
Un hueco.
Yo".

En
Maleza advertimos una acumulación de escombros y charcos, de soledad y luces confusas, de chabolas y ceguera, de noche y fractura:

"A los ruidos se unen plásticos
y envases rotos en la arena sucia,
y hojas de diario arrugadas, restos
de vino en un rincón, y negras latas
comidas por la herrumbre y por el mar",

leemos en Funchal. Y también de muerte, epítome —y destino— de la soledad: "También ha muerto el tiempo de la muerte", concluye La serrería de Berg. Frente a la pujanza de la nada, persiste el asidero del amor, aunque reblandecido. En
Maleza, la ebullición erótica de los primeros poemarios se ha transformado en una tibia placidez amorosa, aunque aquel hervor todavía comparezca, ya con tintes crepusculares, en alguna composición. La dicción apuntala sus perfiles figurativos: el orden expresivo y la pulcritud formal parece deudores de un íntimo pudor, que abomina del énfasis, tanto espiritual como estético, como si las proclamas demasiado robustas rebajaran, en lugar de ensalzar, la vigencia de lo enunciado. El "pavor emocional [articulado] con una crispación expresionista" de Sortilegio, como señala Joaquim Manuel Magalhâes en su introducción a la antología, se ha suavizado notablemente, y convertido en un discurrir susurrado, que sólo consiente algún breve balbuceo, trasunto, acaso, del propio balbuceo existencial:

"Frío agarrado al vidrio y frío afuera, en el aire
frío; frío su gesto al desvestirse(…)
Tan breve el gesto del amor, tan seco,
Esta noche de marzo, este marzo, esta noche".

En su carácter descriptivo, fotográfico, muchos poemas alojan tropos felices. En Día de playa (II), por ejemplo, se concentran varios: la luz "brilla / con esfuerzo de plata vieja"; "el lago recopila (…) la claridad añil del aire"; y "queda un rastro de ondas / sobre la piel nudosa de la noche". También lo enumerativo documenta la configuración visual de los poemas, como si el ojo consignara en la página, con sucinta intervención lingüística, lo aprehendido en el mundo.
Pese a estar escasamente representado,
Salobre (1999) confirma los rasgos de la poesía de José Ángel Cilleruelo que venimos subrayando. Su naturaleza urbana se desprende, de nuevo, de las citas iniciales (de Carolina Coronado: "Mi alma en las ciudades tiene asiento", y de Sophia de Mello: "Todas as cidades sâo navios") y de los tres poemas dedicados a la ciudad de Nueva York, que continúan una ya dilatada tradición de la poesía hispánica inspirada en la megalópolis americana, en la que militan poetas grandes como José Martí, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca o José Hierro. Los tres —Canción del río Hudson, Balada de Coney Island y Elegía en Sea Port— aluden a los desechos del mosaico urbano, y transminan, otra vez, desasimiento y sombras, niebla e inutilidad:

"sigo
entre coches destartalados,
bidones humeantes y chatarra;
por ellos busco nieblas, noche, sombras…".

Salobre —cuyo título remite a la herrumbre y a lo caído, como Maleza— prolonga el pesimismo de éste, excepto por el paréntesis jubiloso de la celebración del nacimiento del hijo, plasmado en los Madrigales de la lactancia, en los que Cilleruelo despliega una ternura acerada:

"¿Cuántas horas y cuántos años, siglos,
milenios, qué universo
y qué mundo o galaxia,
cuántas lluvias, sequías, sol o cierzo,(…)
han hecho falta para traer tu gesto?".

De
Formas débiles (2004), en fin, recién aparecido en DVD ediciones, sólo contamos con cinco poemas, que culminan el asedio del autor barcelonés a la experiencia del deterioro y la desposesión. La invariable condición urbana de la poesía de José Ángel Cilleruelo se ve matizada esta vez por la presencia de la playa, el mar y sus pecios —un nuevo signo de destrucción—, y del río, que simboliza, manriqueñamente, el flujo vital, arrumbado por la muerte:

"Un zumbido distante de turbinas
impregna el aire húmedo. Las aguas
bajan por el canal sin chapoteo,
prietas, desheredadas. Oscurece".

En la pequeña cata del poemario que nos ofrece
Domicilios no puede apreciarse, pero el conocimiento del libro nos permite deducir otra práctica significativa de la poesía de Cilleruelo: su gusto por las estructuras simétricas, matemáticamente equilibradas, y su preferencia por el número siete, símbolo del orden completo, pero también del dolor. Así, Formas débiles se divide en siete partes, al igual que Maleza y Salobre, muchas de las cuales contienen siete poemas (y éstos, a su vez, siete versos). He aquí otro remache, y no el de menor relevancia, de esta obra meticulosamente taraceada, silabeada en silencio, e iluminada por el fulgor frío de lo muy íntimo y lo muy ardiente.

(Reseña en torno a Domicilios aparecida en la revista El misionario. La imagen inicial es de autor desconocido; la imagen final es de Helmut Newton)

Página confeccionada por Carlos Morales. El Toro de Barro

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