Al encuentro con la «Luz»
Cuando se habla de la cultura israelí contemporánea, se suele dar por sentado que estamos ante una entidad coherente y homogénea reciamente cristalizada en torno a un mínimo conjunto de rasgos propios con los que –sin más– damos por definida la conciencia nacional del pueblo de Israel: la lengua hebrea y el concepto de «judaicidad». Este “modo de mirar” las cosas es, realmente, el modo de mirar al que se tiende desde la perspectiva de la creación de una cultura nacional específica a la que, como es natural, las autoridades políticas se han encomendado desde la creación misma, en 1948, del estado hebreo; pero es un “modo de mirar” que se muestra incapaz de dar cuenta de la realidad abrumadoramente multicultural de esa gran “nación de naciones”, de ese pueblo de aluvión nacido de la inmigración constante de individuos que, al “subir a Jerusalén” huyendo del oprobio, trajeron consigo no sólo sus muy distintos tipos de vivir una misma religión, sino muchos de los rasgos culturales propios de sus países de origen. A pesar de los esfuerzos uniformizadores del aún joven estado, la mayoría de estas tradiciones han logrado con éxito resistirse a la ablación absoluta de los elementos específicos de su propia identidad, dando lugar a un fenómeno de «doble fidelidad» enormemente característico hacia, por un lado, la común nación hebrea, y, por otro, a la tradición específica desde donde se llegó: la sefardí, la asquenazí, etc. Más de una decena de tradiciones culturales coexisten –con mayor o menor dificultad– en la cultura israelí contemporánea, procurando mantener vivas y vigentes sus lengua particulares –el yidish, el judeoespañol, etc.– e integrarlas como “formas” distintas –y en cierto modo autónomas– de expresión de una entidad común que aún está por definir, pero que, sin duda, acabará por imponerse.
Esta multiculturalidad se hace notar especialmente en las distintas “literaturas” que conviven en Israel, y de un modo particular, en su poesía contemporánea, hasta el punto de que, sin tenerla en cuenta en el análisis, es imposible entender con una mínima precisión y rigor su abigarrada complejidad de tonos y de formas (1). Entre ellas, la poesía sefardí se hace notar con cierta intensidad, tal vez por esa tradicional actitud suya de resistencia a los grandes avances expresivos que trajo consigo la modernidad literaria, y que otras culturas poéticas israelíes han logrado integrar en su seno sin más problemas que los necesarios. Durante los largos y terribles siglos del éxodo, la poesía sefardí –ladina, o judeoespañola– mantuvo intacta y relativamente protegida del exterior su fidelidad el viejo castellano bajomedieval (2) y la poesía romancesca y de costumbres característica de la poesía española en los años previos a la expulsión en 1492. Fue a partir de los años setenta y ochenta del pasado siglo cuando la vieja tradición poética sefardí se vio sometida a un verdadero proceso revolucionario con la introducción del lenguaje imaginista, simbolista y surrealista. Es en este contexto específico donde el nombre de Margalit Matitiahu –responsable, en gran medida, de este decisivo paso hacia delante– ha de pasar necesariamente a los puestos más altos de la historia.
Nacida en Tel Aviv en 1935 en el seno de una familia sefardí de lejanos orígenes leoneses que llegó a Palestina desde las tierras griegas de Salónica poco antes del comienzo de la Segunda Gran Guerra Mundial, Margalit asistió con la pasión propia de toda adolescente a la severa represión británica y a la guerra que dio origen al Estado de Israel, en 1948. Influenciada enormemente por el sionismo tolerante de su madre, se forjó progresivamente una relación de pertenencia a la nación hebrea en la que el judaísmo jugaba un secundario –aunque digno– lugar, muy por detrás de otros principios más netamente políticos como los de “justicia”, “coexistencia” e “igualdad”, que no tardarían en aproximarla, ya en su madurez, a la socialdemocracia israelí. Amante del teatro –su verdadera vocación–, participó durante su juventud en la representación de dramaturgos europeos, pero también dirigió programas radiofónicos en lengua sefardí, destinados a la salvaguardia y a la proyección de su cultura materna y de su lengua familiar. No obstante, y aunque sus primeros poemas adolescentes fueron escritos y publicados en ladino, su tardía y fulgurante aparición en la poesía israelí contemporánea con su memorable Por el vidrio de la ventana (1976) se hizo de la mano de la lengua hebrea, con la que ejecutó felizmente los poemarios que habrían de elevarla a posiciones de prestigio en el mundo literario de Israel: El ruido veraniego (1979), Cartas blancas (1983), Esposada (1988) y Escaleras a media noche (1995).Sin embargo, en el verano de 1986, cuando su vida celebraba –con 51 años– su plena madurez personal, Margalit no pudo ni quiso dejar de cruzar su propio rubicón, ese territorio fronterizo cargado de demoledoras señales cuya travesía marcaría a fuego un nítido antes y un no menos nítido después, transformando por completo su conciencia de sí misma y de su propio mundo. Fue entonces cuando, poco después de la muerte de su madre y en compañía de algunos hijos de supervivientes de la Shoa, decidió viajar por primera vez hacia Salónica, la tierra que fuera de sus antepasados y que había visto desaparecer bajo las botas del III Reich alemán la más importante y floreciente comunidad sefardí de toda la historia. Margalit tardó mucho tiempo en interiorizar aquel tempestuoso abrazo con una raíz –la sefardí– que, hasta entonces, había sido para ella una planicie estrictamente familiar. Y lo hizo como una experiencia de dolor: el dolor de saberse suspendida en medio de la nada, en el centro mismo de una soledad poblada de lo poco que quedó de una multitud de seres ahora ya invisibles, de aquellos antepasados suyos que doblaron en Auschwitz las rodillas bajo los gases terribles de la muerte y que, de pronto, comenzaban a apuntarla con el dedo y a iluminar su paso en este mundo con un débil resplandor de luz. Aquella experiencia cambió radicalmente su vida personal y su vida literaria.
A partir de aquel viaje, su conciencia de ser sefardí, de ser “espanyola”, comienza a abrirse paso en esa tupida red emocional que, hasta entonces, la había ligado, en exclusiva, al mundo de Israel, pero lo hace no como un inútil y manso ejercicio de melancolía, sino como una onda expansiva de extraordinario poder que busca su espacio en la realización de objetivos visibles y reales. En el terreno de su propia escritura, una de las consecuencias más importantes de esta creciente conciencia suya de españolidad fue su reivindicación –permanente a partir de entonces– de la lengua judeoespañola. El uso del ladino dejó de ser un placer privado, para convertirse en un gesto de responsabilidad dirigido hacia sus antepasados muertos, pero también en un modo de combatir su orfandad como miembro de una saga aniquilada y de responder con la supervivencia de lo que estuvo a punto de morir a las fuerzas de la destrucción y de la barbarie. Desde ese momento, Margalit Matitiahu dio comienzo a una amplia tarea de investigación de las manifestaciones literarias y lingüísticas del mundo sefardí en las tierras de Salónica y decidió –ésto es fundamental– profundizar en el ladino como lengua de expresión poética y utilizarla de un modo claramente dominante en su propia creación literaria. Publicado íntegramente en judeoespañol, en 1988, Kurtijo kemado será el primer aldabonazo serio de esta decisión trascendental, a la que seguirían Alegrika (1992), Vela de luz (1997), Matriz de luz (1997), Kamino de tormento (2000) y Bozes en la Shara (2001) (3).Contemplada en su conjunto, esta cadena de poemarios supondría un tanteo y una experimentación permanente sobre una lengua cuyas normas están aún por sistematizar. Su evolución ha sido, en este campo, muy clara y muy precisa: si en sus primeros libros adaptó su escritura poética a la fonética universal con la que determinadas corrientes literarias sefardíes pretendían individualizar el ladino de su tronco hispánico, Margalit apostó finalmente, tras investigar le lenguaje utilizado por la prensa escrita de Salónica en los siglos XIX y XX, por una arriesgada y casi absoluta castellanización de su grafía, confiando a las particularidades sintácticas y a los frecuentes arcaísmos de su vocabulario el papel de signos diferenciadores del ladino con respecto al castellano moderno (4).
Sin embargo, con ser este el aspecto más llamativo y controvertido de la incursión de Margalit Matitiahu en la poesía sefardí contemporánea, el impacto capital y –a nuestro juicio– el más revolucionario, ha venido dado por la acomodación de la lengua y del lenguaje poético judeoespañol a las grandes propuestas expresivas derivadas de la modernidad europea. No siempre ha sido así. Kurtijo Kemado y Alegrika continuaron, en gran medida, con esa deliciosa tradición figurativa y narrativa que ha caracterizado a la poesía ladina tradicional, abriéndola –eso sí– al verso libre y alejándonal de las viejas ataduras métricas y rítmicas tan propias de la escritura romanceada. Sin embargo, en Vela de Luz, Matriz de Luz y Bozes en la shara, el peso revolucionario del versolibrismo se ha acentuado con la sustitución total del figurativismo narrativo de la vieja poesía sefardí por el poder de un imaginismo de naturaleza simbolista y surreal, muy en la línea de los hallazgos de la modernidad europea. La poesía de Margalit se convierte ahora en una “visión” constante en el que las imágenes se erigen en la principal arma para la expresión poética de la emoción humana. Las mismas se disponen unas junto a otras en una especie de campo de batalla entre los hijos de la «luz» –lo que quedó tallado en la memoria de sus antepasados eterminados– y la densa mancha de lo “eskuro”, de la “tenebra”, y de las “solombras”.
Esta multiculturalidad se hace notar especialmente en las distintas “literaturas” que conviven en Israel, y de un modo particular, en su poesía contemporánea, hasta el punto de que, sin tenerla en cuenta en el análisis, es imposible entender con una mínima precisión y rigor su abigarrada complejidad de tonos y de formas (1). Entre ellas, la poesía sefardí se hace notar con cierta intensidad, tal vez por esa tradicional actitud suya de resistencia a los grandes avances expresivos que trajo consigo la modernidad literaria, y que otras culturas poéticas israelíes han logrado integrar en su seno sin más problemas que los necesarios. Durante los largos y terribles siglos del éxodo, la poesía sefardí –ladina, o judeoespañola– mantuvo intacta y relativamente protegida del exterior su fidelidad el viejo castellano bajomedieval (2) y la poesía romancesca y de costumbres característica de la poesía española en los años previos a la expulsión en 1492. Fue a partir de los años setenta y ochenta del pasado siglo cuando la vieja tradición poética sefardí se vio sometida a un verdadero proceso revolucionario con la introducción del lenguaje imaginista, simbolista y surrealista. Es en este contexto específico donde el nombre de Margalit Matitiahu –responsable, en gran medida, de este decisivo paso hacia delante– ha de pasar necesariamente a los puestos más altos de la historia.
Nacida en Tel Aviv en 1935 en el seno de una familia sefardí de lejanos orígenes leoneses que llegó a Palestina desde las tierras griegas de Salónica poco antes del comienzo de la Segunda Gran Guerra Mundial, Margalit asistió con la pasión propia de toda adolescente a la severa represión británica y a la guerra que dio origen al Estado de Israel, en 1948. Influenciada enormemente por el sionismo tolerante de su madre, se forjó progresivamente una relación de pertenencia a la nación hebrea en la que el judaísmo jugaba un secundario –aunque digno– lugar, muy por detrás de otros principios más netamente políticos como los de “justicia”, “coexistencia” e “igualdad”, que no tardarían en aproximarla, ya en su madurez, a la socialdemocracia israelí. Amante del teatro –su verdadera vocación–, participó durante su juventud en la representación de dramaturgos europeos, pero también dirigió programas radiofónicos en lengua sefardí, destinados a la salvaguardia y a la proyección de su cultura materna y de su lengua familiar. No obstante, y aunque sus primeros poemas adolescentes fueron escritos y publicados en ladino, su tardía y fulgurante aparición en la poesía israelí contemporánea con su memorable Por el vidrio de la ventana (1976) se hizo de la mano de la lengua hebrea, con la que ejecutó felizmente los poemarios que habrían de elevarla a posiciones de prestigio en el mundo literario de Israel: El ruido veraniego (1979), Cartas blancas (1983), Esposada (1988) y Escaleras a media noche (1995).Sin embargo, en el verano de 1986, cuando su vida celebraba –con 51 años– su plena madurez personal, Margalit no pudo ni quiso dejar de cruzar su propio rubicón, ese territorio fronterizo cargado de demoledoras señales cuya travesía marcaría a fuego un nítido antes y un no menos nítido después, transformando por completo su conciencia de sí misma y de su propio mundo. Fue entonces cuando, poco después de la muerte de su madre y en compañía de algunos hijos de supervivientes de la Shoa, decidió viajar por primera vez hacia Salónica, la tierra que fuera de sus antepasados y que había visto desaparecer bajo las botas del III Reich alemán la más importante y floreciente comunidad sefardí de toda la historia. Margalit tardó mucho tiempo en interiorizar aquel tempestuoso abrazo con una raíz –la sefardí– que, hasta entonces, había sido para ella una planicie estrictamente familiar. Y lo hizo como una experiencia de dolor: el dolor de saberse suspendida en medio de la nada, en el centro mismo de una soledad poblada de lo poco que quedó de una multitud de seres ahora ya invisibles, de aquellos antepasados suyos que doblaron en Auschwitz las rodillas bajo los gases terribles de la muerte y que, de pronto, comenzaban a apuntarla con el dedo y a iluminar su paso en este mundo con un débil resplandor de luz. Aquella experiencia cambió radicalmente su vida personal y su vida literaria.
A partir de aquel viaje, su conciencia de ser sefardí, de ser “espanyola”, comienza a abrirse paso en esa tupida red emocional que, hasta entonces, la había ligado, en exclusiva, al mundo de Israel, pero lo hace no como un inútil y manso ejercicio de melancolía, sino como una onda expansiva de extraordinario poder que busca su espacio en la realización de objetivos visibles y reales. En el terreno de su propia escritura, una de las consecuencias más importantes de esta creciente conciencia suya de españolidad fue su reivindicación –permanente a partir de entonces– de la lengua judeoespañola. El uso del ladino dejó de ser un placer privado, para convertirse en un gesto de responsabilidad dirigido hacia sus antepasados muertos, pero también en un modo de combatir su orfandad como miembro de una saga aniquilada y de responder con la supervivencia de lo que estuvo a punto de morir a las fuerzas de la destrucción y de la barbarie. Desde ese momento, Margalit Matitiahu dio comienzo a una amplia tarea de investigación de las manifestaciones literarias y lingüísticas del mundo sefardí en las tierras de Salónica y decidió –ésto es fundamental– profundizar en el ladino como lengua de expresión poética y utilizarla de un modo claramente dominante en su propia creación literaria. Publicado íntegramente en judeoespañol, en 1988, Kurtijo kemado será el primer aldabonazo serio de esta decisión trascendental, a la que seguirían Alegrika (1992), Vela de luz (1997), Matriz de luz (1997), Kamino de tormento (2000) y Bozes en la Shara (2001) (3).Contemplada en su conjunto, esta cadena de poemarios supondría un tanteo y una experimentación permanente sobre una lengua cuyas normas están aún por sistematizar. Su evolución ha sido, en este campo, muy clara y muy precisa: si en sus primeros libros adaptó su escritura poética a la fonética universal con la que determinadas corrientes literarias sefardíes pretendían individualizar el ladino de su tronco hispánico, Margalit apostó finalmente, tras investigar le lenguaje utilizado por la prensa escrita de Salónica en los siglos XIX y XX, por una arriesgada y casi absoluta castellanización de su grafía, confiando a las particularidades sintácticas y a los frecuentes arcaísmos de su vocabulario el papel de signos diferenciadores del ladino con respecto al castellano moderno (4).
Sin embargo, con ser este el aspecto más llamativo y controvertido de la incursión de Margalit Matitiahu en la poesía sefardí contemporánea, el impacto capital y –a nuestro juicio– el más revolucionario, ha venido dado por la acomodación de la lengua y del lenguaje poético judeoespañol a las grandes propuestas expresivas derivadas de la modernidad europea. No siempre ha sido así. Kurtijo Kemado y Alegrika continuaron, en gran medida, con esa deliciosa tradición figurativa y narrativa que ha caracterizado a la poesía ladina tradicional, abriéndola –eso sí– al verso libre y alejándonal de las viejas ataduras métricas y rítmicas tan propias de la escritura romanceada. Sin embargo, en Vela de Luz, Matriz de Luz y Bozes en la shara, el peso revolucionario del versolibrismo se ha acentuado con la sustitución total del figurativismo narrativo de la vieja poesía sefardí por el poder de un imaginismo de naturaleza simbolista y surreal, muy en la línea de los hallazgos de la modernidad europea. La poesía de Margalit se convierte ahora en una “visión” constante en el que las imágenes se erigen en la principal arma para la expresión poética de la emoción humana. Las mismas se disponen unas junto a otras en una especie de campo de batalla entre los hijos de la «luz» –lo que quedó tallado en la memoria de sus antepasados eterminados– y la densa mancha de lo “eskuro”, de la “tenebra”, y de las “solombras”.
Lo característico de este combate de imágenes de gran irracionalidad es que se desarrolla sin apenas calor, con una extrema levedad que, a nuestro juicio, y como ocurre con los lienzos de algunos de los grandes pintores del renacimiento, elevan la expresión literaria del dolor hasta zonas de profundo dramatismo. Contenido de esta forma, alejado de todo exceso de expresividad romántica, el dolor se nos muestra, en su ligereza, en su levedad, como un dolor más hondo, como un dolor más ancho. De igual modo se amplifica la angustiosa orfandad de ese “yo” poético que procura desesperadamente anclar en su propia conciencia a todos esos antepasados suyos que perdieron la vida en Auschwitz y que, al mismo tiempo, constituyen esa «luz» que –reencontrada– no deja de alejarse hacia una absoluta desaparición contra la que Margalit se sabe el único baluarte aquí en la tierra. Es esa misma, esa extraña «luz», la que atraviesa por dentro esta “etapa sefardí” de su poesía a lo largo de los últimos veinte años, y bajo cuyo resplandor la autora ha querido ajustar cuentas con ese pasado que configura la conciencia que, transformada de improviso, adquirió de sí misma tras aquel viaje decisivo por las tierras de Grecia.
Y también de su “yo” en el mundo. Y es que, a raíz de los candiles encendidos por las manos de sus antepasados muertos, la autora no sólo se afana en su resurrección. También opta por la rebelión contra las grandes ideas absolutas, contra los grandes mitos culturales y religiosos que han hecho del hombre un lobo para el hombre. Es verdad que, como madre de un joven muchacho que se vio obligado a combatir en las trincheras del Líbano, la poeta acertó a percibir, de un modo directo e inmediato, los efectos perversos y demoledores de esas enfebrecidas visiones, pero no lo es menos que fue a partir de ese encuentro en Salónica con el Holocausto cuando Margalit Matitiahu comenzó a articular esa oposición ética al totalitarismo en un programa de acción concreta basada en el enlazamiento de la intelectualidad israelí con quienes, desde el mundo árabe, se hallaban empeñados en un similar combate contra los que, en el seno de esa civilización, no han dejado todavía de elevar en el nombre de Dios sus amenazadores cánticos totalitarios de destrucción y de barbarie.
Este es, a grandes rasgos, el lienzo de una mujer fuera de lo común, cuyos perfiles presento de nuevo a la cultura española. He pretendido fijarme en ellos, y dejar para otro momento un análisis más estrictamente literario que, por otro lado, y debido a la disposición no cronológica que la propia Margalit ha querido para la presentación de su obra, era algo especialmente complicado de abordar. Tal vez, intentar este bosquejo global resulte más apropiado para las querencias eminentemente divulgadoras de una edición tan especial como ésta, que pretende situar a los lectores frente a una poesía y una vida nacidas y crecidas sobre ese filo amargo por donde sólo caminan los seres y los artistas realmente valerosos. Obligado por la amistad, pero también por la común pasión por la escritura y la lengua sefardí, no he dejado nunca de manifestarle personal y públicamente mi desacuerdo crítico con algunas de sus opciones lingüísticas, tanto en los salones literarios en los que hemos podido participar juntos como en las viejas tabernas en que nos hemos sentado en torno a una taza de café caliente. Pero ello no aminora mi gratitud a la vida por haberme dado el privilegio de conocer a una persona y a una escritora como ella, ni el inmenso orgullo que supone para mí abrirle de nuevo y con humildad la puerta de la cultura española, con el sombrero en la mano y un clavel rojo prendido en la solapa.
Y también de su “yo” en el mundo. Y es que, a raíz de los candiles encendidos por las manos de sus antepasados muertos, la autora no sólo se afana en su resurrección. También opta por la rebelión contra las grandes ideas absolutas, contra los grandes mitos culturales y religiosos que han hecho del hombre un lobo para el hombre. Es verdad que, como madre de un joven muchacho que se vio obligado a combatir en las trincheras del Líbano, la poeta acertó a percibir, de un modo directo e inmediato, los efectos perversos y demoledores de esas enfebrecidas visiones, pero no lo es menos que fue a partir de ese encuentro en Salónica con el Holocausto cuando Margalit Matitiahu comenzó a articular esa oposición ética al totalitarismo en un programa de acción concreta basada en el enlazamiento de la intelectualidad israelí con quienes, desde el mundo árabe, se hallaban empeñados en un similar combate contra los que, en el seno de esa civilización, no han dejado todavía de elevar en el nombre de Dios sus amenazadores cánticos totalitarios de destrucción y de barbarie.
Este es, a grandes rasgos, el lienzo de una mujer fuera de lo común, cuyos perfiles presento de nuevo a la cultura española. He pretendido fijarme en ellos, y dejar para otro momento un análisis más estrictamente literario que, por otro lado, y debido a la disposición no cronológica que la propia Margalit ha querido para la presentación de su obra, era algo especialmente complicado de abordar. Tal vez, intentar este bosquejo global resulte más apropiado para las querencias eminentemente divulgadoras de una edición tan especial como ésta, que pretende situar a los lectores frente a una poesía y una vida nacidas y crecidas sobre ese filo amargo por donde sólo caminan los seres y los artistas realmente valerosos. Obligado por la amistad, pero también por la común pasión por la escritura y la lengua sefardí, no he dejado nunca de manifestarle personal y públicamente mi desacuerdo crítico con algunas de sus opciones lingüísticas, tanto en los salones literarios en los que hemos podido participar juntos como en las viejas tabernas en que nos hemos sentado en torno a una taza de café caliente. Pero ello no aminora mi gratitud a la vida por haberme dado el privilegio de conocer a una persona y a una escritora como ella, ni el inmenso orgullo que supone para mí abrirle de nuevo y con humildad la puerta de la cultura española, con el sombrero en la mano y un clavel rojo prendido en la solapa.
Carlos Morales
4 de noviembre de 2004.
(1) En otro lugar, he tratado de dar cuenta de esta diversidad, incorporando junto a poetas de distintas tradiciones culturales hebreas –la sefardí, la centroeuropea, y la oriental– a poetas de tradición cultural árabe que forman y se sienten parte de la tradición cultural común de Israel. Carlos Morales, Coexistence, El Toro de Barro, Cuenca, 2002 (2ª Edición).(2) El castellano bajomedieval, y en menor medida otras lenguas hispánicas como el catalán y el gallego, constituye la espina dorsal de la lengua sefardí contemporánea, con adherencias de escasa importancia de las lenguas de los países de paso y de asentamiento como la portuguesa, la italiana, la griega, la turca y el árabe. Debido a ello, la sefardí debiera ser considerada como una lengua hispánica más, al mismo nivel que las otras lenguas de mismo ámbito cultural, como el catalán, el vasco, el gallego o el castellano.(3) He tenido el honor de editar algunos de ellos en España. Véase Margalit Matitiahu, Kamino de tormento, en Cuadernos del Mediterráneo, Vol. I, El Toro de Barro, Cuenca, 2000; y Bozes en la Shara, Col. Kuadrinos sefardíes, Vol. I, El Toro de Barro, Cuenca 2001. Algunos poemas suyos figuran también en Coexistence, anteriormente citado.
(4) A pesar de sus fundamentos historiográficos y de su pragmatismo, la radicalidad con que la autora de Kamino de Tormento ha venido mantenido en su obra literaria planteamientos semejantes –tan alejados, por lo demás, de las propuestas académicas y de las de otros grandísimos poetas y escritores de talla mundial como Avner Pérez–, le han acarrado aceradas críticas y la enemistad de los muchos que confunden el debate de ideas con una guerra personal.
(Prólogo para la edición de Asiguiendo al esfuenio. Ediciones Linteo, León, 2005)
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